jueves, 17 de julio de 2014

Olga, Sofía, tú y yo



Ella vive rodeada de hormigón y a veces sueña con el estatismo del que sufre, imagina un mundo amplio y verde en el que ella solo es espectadora neutral, anclada y, hundidas sus raíces en el negro suelo, se resigna. Su nombre solo le importa a cuatro personas y yo no soy una de ellas. Puedo llamarla Olga o Sofía. A ella no le importa. Sobrevive a duras penas a las veinticuatro horas del día, renace y decae. El ciclo del tormento, lo llama. No conoce otra vida porque no tiene cabida en sus sueños. Si sonríe es una anécdota y una hipocresía, pero de eso pecamos todos. Nadie la culpa de nada porque nadie cree que exista nada de lo que culpar, pero ella lo sabe todo. Conoce hasta el más mínimo detalle y movimiento, la responsabilidad de su desdicha. Su silencio tiene bordes dorados, y en las esquinas un marco sin cristales, ventanal hacia el deterioro. La indiferencia es de seda, teñida de azul, oscura y sonriente. Y los cuchillos son sus amigos.

Por la calle no la reconocerías por su forma de andar, por sus ojos tristes o por sus labios mal cuidados. Tampoco por el desánimo o los redundantes suspiros. Ni por las lágrimas. No. La reconocerías frente a un espejo, pero sería demasiado tarde.

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